Manual de descongelamiento

Siento el último rezago de la muerte al despertar. Como cada vez, finjo dormir para llegar a conciliar el sueño y permanecer en un estado en el que pareciera que dejo de existir. Un cuento de Georgina Renaná.

Siento el último rezago de la muerte al des­pertar. Como cada vez, finjo dormir para llegar a conciliar el sueño y permanecer en un estado en el que pareciera que dejo de existir. Irónico, porque a veces creo que así es. Lo único que me hace ser consciente de mi existencia es la sensación de estar en una sala de espera.

Considero que esa sala de espera, un lugar tan ficticio como real así uno lo deseé, no podría ser percibida por mí si yo me hubiese desvanecido en la onda de existencia para siempre.

Entonces, en aquella sala, siempre aparezco en posición de sentadilla, las manos sobre las rodillas, mientras recorre por la parte baja de mi cuerpo un hormigueo intenso que advierte la resistencia que mis piernas habían soportado contra la silla de plástico. De modo que yo habría estado guar­dando esa postura por un largo rato. ¿Recuerdas esas sillas? Esas que son fabricadas para seguir la horma de tu trasero, pero que solo logran hacer un hueco de dolor debajo de tu espalda baja, provo­cando un palpitar profundo en el sacro; el propó­sito de la silla es únicamente hacer de la acción de esperar un tanto más insufrible. Ese miserable do­lor solo podría combinar con el mosaico desteñido y amarillento de las paredes laterales de la sala, los que añaden una nostalgia que, hasta el día de hoy, no he logrado comprender. No sé realmente qué es lo que debería añorar.

Siempre que aparezco en esa sala, sin saber qué esperar, solo puedo asomarme por la única venta­na, y ver a la Tierra girar lentamente.

Aunque esto ya no es así desde hace un tiem­po, ya que últimamente me he encontrado en una sala distinta. No sé por qué ahora es así. Sos­pecho que podría ser una falla, ya que no creo que de forma natural haya encontrado la forma de evadir la sala anterior. En este nuevo ¿espa­cio?, si así puede llamarse, todo es negro. No hay paredes, no hay ventana, no veo mis piernas, ni las molestas sillas. Solo hay negro. Sin embargo, la sensación de espera continúa. Sé que estoy es­perando. Pero no sé si es para salir, o para entrar. Es que no sé en dónde estoy. Ensayo la muerte de forma ciberespacial.

La situación siempre es la misma. Después de estar un rato —que bien podrían ser minutos o años— en ese espacio oscuro, llega la luz de gol­pe, sin aviso, lastima los ojos, envuelve el cuerpo y desordena las palabras. Tardo, lo que parece ser un momento fuera de lo estándar, en recuperar los verbos, los nervios y las inhalaciones naturales. Muevo los dedos de los pies, sacudo las piernas, le­vanto los brazos, y abro la boca. Exhalo. Una, dos, tres veces. Bajo los brazos. Por fin me acostumbro a ver. Es en este instante en el que se me dificulta recordar cómo empujar una pierna hacia adelante y perseguirla con la otra. Por suerte, se me apa­rece la imagen de Ka Ïnää, mi colega, diciendo que no lo piense, que el vacío es la posibilidad del movimiento, y que las piernas, saben tomar opor­tunidades. Empiezo a caminar y me dirijo hacia mi lugar de trabajo.

El sol está en su punto más alto. Calculo que son las dos de la tarde. Debería sentir calor, pues estoy caminando, casi jadeando, y no hay una sola nube en el cielo. Lo único que consigo percibir es una corriente gélida, extraña, que me contrae el pecho. Nada indica que lloverá hoy.

En la oficina, con todo y pantalones encogidos y saco magullado, Avid carraspea la garganta, pre­parándose para decir algo. Al igual que para dor­mir, finjo oír. Confío en que algún día pueda llegar a escuchar con atención y con interés lo que Avid usualmente tiene que decir. Cuenta algo sobre la noticia de hace unos instantes. Mientras caminaba al trabajo, mi cydek recibió una onda periodística de una revista reconocida: la lluvia comenzará a codificarse en las casas traductoras a partir del 46-1 de 151. El cydek, este minúsculo aparato implanta­do justo debajo del cerebelo, no solo nos mantiene en contacto con las noticias, sino que también nos da la oportunidad de continuar con nuestras vidas en la onda de existencia. Es, al final de cuentas, el milagro que nos permite vivir; o como yo prefiero pensarlo, es lo único que evita mi muerte.

Ya me lo imaginaba. Probablemente la Empresa comience a comprar acciones o alguna de las ca­sas codificadoras del Amazonas. Ah, es lo segundo. ¿Habrá presupuesto para adquirir una casa traduc­tora? Quisiera poner más atención a lo que dice Avid, pero prefiero buscar en la onda de comunica­ción mi blog favorito. No es fácil, hay que hackear un par de cuentas para llegar a él. Desde que la ley universal de traducción fue promulgada el 33-4 53, cada vez es más difícil tener acceso a la investiga­ción abierta. Igual me parece un desperdicio, pues si hay algo que todos sabemos hacer, es hackear. Un par de clics más, casi llego. Ahí está. Ciencia des­traducida. La primera onda bloguera publicada en aparecer es una nueva, escrita por ReÄ, sobre los algoritmos actuales: «[…] han fallado en estimar su propia entropía y esta ha generado cambios impor­tantes en la temperatura del planeta. Esto puede ser resultado de una posible manipulación de Chomolungma, quien participó en el último Consejo. He encontrado vestigios de sus vibraciones en el código que mide el desgaste particular de una casa traduc­tora que está encargada de Cachemira […]».

Las sospechas contra Chomolungma siguen en aumento. Apenas supimos que los servidores que mantienen a flote las casas traductoras están consumiendo más energía y que quien estuvo al frente de su fabricación fue precisamente Chomo­lungma. Si en realidad ha sido él y no el desgaste esperado, entonces me temo que hay más proble­mas que soluciones, sobre todo porque el siguiente consejo sucederá en 22-3 160. ¿Resistiremos tanto tiempo así, en pausa y sin avances?

Termina la reunión. Me muevo entre multitu­des de gente. Parece que nado, en una alberca llena de personas en bañador. Me empujan hasta llegar al laborarte donde trabajo; en este laboratorio guar­damos los códigos o traducciones de las obras de arte que datan de antes de que migráramos a la onda de existencia.

Volver a fingir, volver a dormir. Y pareciera que, por un instante, me desvisto de persona, para dar paso a algo más, algo que no puedo ver. Es tan breve, tan efímero, que se esfuma junto con mi vida pasada. Me deja con una nostalgia profunda, por haber sido algo que nunca seré.

Pero justo antes de dormir, vuelvo a sintonizar la onda bloguera de ReÄ.

Cuando la segunda ciberrevolución sucedió, la Tierra es­taba en su punto de ebullición. Se evaporaban los mares, se derretían las montañas, se quemaban los bosques, se fundía la tierra. Nosotros nos consumíamos. No había salida, tampoco entrada. Parecía que habíamos hecho un viaje hacia atrás, a los inicios de nuestra historia, cuan­do el planeta apenas comenzaba a formarse. Y así como surgió el agua durante el caos, yo nací en la tempestad; también me fui con ella.

Para nuestra fortuna, la exploración espacial había rendido los frutos de esta gran civilización. Todo indicaba que, si las culturas pasadas habían colapsado, la nuestra había firmado su salvación. La Estación Internacional Caroline Herschel, de unos 10,000 km², estaba lista para recibir a los primeros tripulantes. La premisa era la siguiente: congelar nuestros cuerpos, pero dejando nuestra mente consciente. Cada quién en su celda para despertar­nos cuando la estación llegara a Titán.

Dicha fortuna duró muy poco. Al cabo de un tiempo, cuando los mares habían reclamado las costas, los incen­dios las tierras, y con ellas, las almas que las habitaban. No se tuvo que hacer un plan para determinar quiénes podrían ser llevados a la estación, pues para ese momento, sobraban lugares. Además, los estudios realizados sobre Titán, dejaron ver que una intervención apresurada a la luna de Saturno podría no ser ventajosa para sus procesos evolutivos propios ni para los nuestros. Tuvimos que hacer vida en la onda.

Así, la Empresa fabricó el cydek, el artefacto del si­glo. Tan así, que empezamos a medir el tiempo a partir de su invención.

La propuesta fue simple. Viviríamos en un sueño. Todo podía ser posible en la consciencia de nuestras sub­jetividades y en la mecánica del cydek. Al principio así fue. Éramos lagos, libélulas, hongos. Una vez fui piedra; otra, una orquídea; pero los humanos son humanos, y en el momento en el que descubrieron que podíamos salvar nuestra especie con la onda de existencia, comenzaron a trabajar para salvar al capitalismo también. Ahora así es. Los humanos solo pueden escoger ser humanos, deben pertenecer a la gran comunidad de la onda, tener un tra­bajo y programar sus días como cuándo vivíamos en nues­tro planeta. ¿Por qué después de haber intentado todo, de haber sido un río o una montaña, el Consejo decidió que volveríamos a ser humanidad?

La Tierra poco a poco ha ido restableciéndose. Los árboles han crecido, los mares han surgido; y con ellos, también la inflación. Las casas traductoras fueron estable­cidas, y todo aquello que pudiese generar un valor, empezó a ser codificado para luego, llegar a ser cotizado. Una can­ción, un discurso, un poema; todo puede ser intercambiado.

Con la Tierra en el estado en el que se encuentra, cual­quier indicio que signifique un cambio importante, un paso adelante en la recuperación de nuestro hogar, puede ser co­tizable. Si la lluvia ha iniciado su proceso de traducción, es porque algo nuevo está sucediendo en nuestro planeta.

Como ya lo he dicho en otras emisiones de onda, hay que leer el caso de Chomolungma con sospecha. No me extrañaría que la codificación de la lluvia y su protagonis­mo en el último Consejo estén relacionados. No me causa ansiedad, pero sí curiosidad.

Selecciono la imagen panorámica de la Tierra, la hago girar, como siempre, para ver si me topo con alguna anomalía. La detengo, alcanzo a ver lo que serían… ¿Unas nubes? Sí, ¡unas nubes! Están mo­viéndose a mil revoluciones sobre lo que en algún momento fue el Amazonas. Tengo la certeza de que esas nubes están a punto de bautizar las pri­meras gotas de lluvia.

Nunca comprendí a quién dirigía ReÄ sus tex­tos. Siempre hemos sabido la historia de nuestras calumnias; estuvimos ahí presentes cuando todo se derrumbó, cuando se creó el cydek, cuando volvi­mos a la vida. Si ya conocíamos todo aquello, ¿por qué lo repetía? Era como si se lo contara a otras entidades que no hubiesen estado ahí.

Ah, ya veo.

Ahí, con la imagen suspendida de la Tierra, viendo detenidamente la bruma que cae de las nu­bes, tomo una decisión.

1. Escribo lo que sucedió en el día. Mando el código por la onda de comunicación, hasta que llegue a ReÄ. Mi texto está dirigido al mismo público.

2. Solicito mi renuncia al laborarte.

3. Con mis últimos recursos de hackeo, cana­lizo la onda de la única casa destraductora que contiene el manual prohibido de des­congelamiento.


AUTORA

Georgina Renaná

Maestra en Dirección de Organizaciones por la UPAEP. Busca entrelazar a las futuras ecologías con el género y la tecnología. También es poeta y estudiosa de escritoras latinoamericanas y asiáticas.

Audio narración: Melina García


Este artículo aparece en
Punto Dorsal #4
A un clic del futuro
Miradas políticas de la ciencia y la tecnología

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Punto Dorsal
Punto Dorsal, Revista de cultura política es una publicación periódica de difusión de la cultura política y de la participación ciudadana de la Comisión Estatal Electoral Nuevo León.

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