Alberto Lati:
Deporte, política y sociedad

En distintos países y periodos, el deporte ha funcionado como catalizador de cambios sociales profundos. Alberto Lati escribe sobre esta relación estrecha.

Embestida que logró mantenerse oculta: a inicios de los años ochenta, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) intentó hacerse con el control del Comité Olímpico Internacional (COI), convencida de que lo que sucedía en los eventos deportivos, en los estadios, en las competencias, influía demasiado en la política como para dejarlo suelto.

Suceso que me confirmaría un par de décadas después quien había sido presidente del COI, Juan Antonio Samaranch, en una extensa entrevista que tuve posibilidad de realizarle en sus oficinas en Barcelona: sí, la ONU pretendió que el COI fuera otra de sus ramificaciones, como lo son UNICEF o UNESCO.

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Por entonces era imposible sospechar que la Guerra Fría estaba a escasos años de terminar con la Caída del Muro de Berlín y la posterior disolución de la Unión Soviética; Guerra Fría que en sus últimos estertores llenaría al deporte de encono y tensión.

Veníamos de unos Juegos Olímpicos de Montreal 1976 que habían sido boicoteados por 34 países africanos. Así externaban su molestia porque Nueva Zelanda visitó la Sudáfrica del apartheid a fin de sostener una serie de partidos de rugby, sin que se le haya sancionado como claramente se había advertido. Impunidad al régimen racista y segregacionista que llegaría a peores niveles en el futbol, con la FIFA aceptando que Sudáfrica conformara dos selecciones: para el Mundial de 1966 limitada a puros blancos, para el de 1970 a puros negros; o, lo mismo, con el campeonato de Fórmula 1 disputándose en Sudáfrica unas semanas después del arresto de Nelson Mandela y otros activistas anti apartheid, sometidos arbitrariamente a los Juicios de Rivonia. El deporte normalizando el supremacismo blanco.

El boicot olímpico creció para los Juegos de Moscú 1980, 66 delegaciones ausentes como clamor contra la invasión soviética de Afganistán. Como respuesta a ese boicot del bloque capitalista a un evento en territorio comunista, para los siguientes Olímpicos, los de Los Ángeles 1984,18 países encabezados por la URSS renunciaban a participar, insistiendo que temían por su seguridad en suelo estadounidense.

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Muchos quisieron interpretarlo como que el deporte había perdido su inocencia. Sin embargo, si somos sinceros, nunca la tuvo. 2,500 años antes, en la antigua Olimpia, ya se daban situaciones de corte parecido entre las diversas ciudades-estado griegas. Existen testimonios de que hacia el año 420 a.C., los espartanos se negaron a competir en represalia contra los elidios, habitantes precisamente de Olimpia, por haberse aliado con sus enemigos atenienses (dicho sea de paso, en esa cuna del deporte también hubo dopaje, amaños, escándalos, mercantilización con atletas decidiendo cambiar de sitio al que representaban a cambio de cierto tipo de remuneración o poder).

Así que, por mucho que el deporte jure ser apolítico, habremos de convencernos de lo contrario, incluso porque ser apolítico ya supone inevitablemente una postura política.

Ideologías, filias y fobias al margen, el deporte también ha sido un gran constructor de ciudadanía, un pujante conciliador ante los peores conflictos, un catalizador que bien utilizado puede abonar para la consolidación de la democracia y los Derechos Humanos.

Ejemplos abundan.

No olvidemos que China y Estados Unidos se acercaron a inicios de los años setenta gracias a la denominada «Diplomacia del tenis de mesa». Del accidental encuentro en un autobús entre competidores de las naciones enemigas surgió la invitación para que jugadores norteamericanos acudieran a Pekín y, como respuesta, el presidente Nixon suavizara los embargos contra el régimen chino.

O que la presión hacia la Junta Militar que gobernaba a Brasil a inicios de los ochenta brotó desde las canchas, con el crack Sócrates portando letreros que exigían elecciones libres y fundando en el club Corinthians de São Paulo la «democracia corinthiana» (todo debía votarse en el equipo, paradigma de lo que debía suceder en cada orden del gobierno).

O que el delantero Didier Drogba fue capaz de frenar la Guerra Civil en Costa de Marfil al lograr en 2005 la primera clasificación mundialista de su selección.

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O que el futbol resultó determinante en el proceso de paz colombiano, acercando en la cancha a excombatientes con militares, a heridos en el conflicto y personas que perdieron a un ser querido en el mismo. En una entrevista, el expresidente colombiano y Premio Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos, me detallaba: «La política tiene mucho que aprender del futbol. Lo que enseñan estos juegos son unos principios que ojalá se pudieran replicar en la política. El fairplay o juego limpio, respetar las reglas, trabajo en equipo, aceptar las derrotas, aprender a disfrutar los triunfos […] Ayudó mucho a sanar las heridas e iniciar el proceso de construcción de la paz».

Esas palabras me remitieron de inmediato a la historia de Samuel, niño soldado que solo pudo ser extraído del conflicto en Angola gracias al futbol. Lo conocí en Múnich, en 2005, cuando buscaba alguna historia para relatar a mi audiencia lo que representaba para ese sufridísimo país delsuroeste africano el acudir a su primer Mundial, torneo en el que enfrentaría a México. Casi con susurros, Samuel me explicaba que el deporte le mostró que era posible confiar en otro humano, experimentar empatía, ser solidario, sentirse seguro al saber que imperan unas reglas iguales para todos. En definitiva, del compartir balón, Samuel pasó a ser capaz de compartir dinámicas sociales y convivir en paz, cohabitar en armonía, respetar y hacerse merecedor de respeto.

Basta con asomarnos a los Balcanes, futbol encendido por odio étnico y religioso, basta con escuchar la retórica ultranacionalista en buena parte de las barras ultras de Europa y Latinoamérica para también decepcionarnos de los efectos del balón. Aunque por cada ejemplo de lo fatal que esto puede resultar, hay alguno positivo.

Cuando en 2007 Irak padecía sus días más sangrientos luego de la invasión estadounidense y la consecuente caída de Saddam Hussein, su selección consumó una de las hazañas más conmovedoras de la historia. La coronación en la Copa Asiática llegó en momentos en los que los atentados, los coches bomba, la tragedia, eran lo normal.

Hubiese sido difícil hallar a un guionista que apelara a más símbolos para confeccionar el script de la final. El gol fue anotado por un sunita turcomano, la estrella Younis Mahmoud. La asistencia se la envió un kurdo, Hawar Mullah Mohammed, cuyo hermano, de hecho, alineaba con la selección no reconocida del Kurdistán. La portería fue mantenida en cero por un chiita, Noor Sabri. El jugador del partido fue Nashat Akram, quien se negaba a revelar si era chiita o sunita, luego de estar cerca de morir en un secuestro por fanáticos religiosos. Dos futbolistas en el plantel solo aceptaron ante Jorvan Vieira, el seleccionador, que eran cristianos.

Hablé con el entrañable Jorvan para comprender los entresijos de esa gesta, testimonio largo que se justifica por su poderío conciliador:

A cada día moría el familiar de un jugador, todos los días, todos. No sabes lo que es intentar entrenar ahí. Y había una división clara en el grupo. No es que se trataran mal, pero era muy clara esa distancia, sunitas a la izquierda, chiitas a la derecha, kurdos al frente, cristianos detrás. Por decirte algo, siempre tenían habitaciones fijas, kurdos con kurdos, sunitas con sunitas. Yo decidí hacer mezcla de cuartos, que supieran que todos son iguales. No quisieron. Protestaron. Les dije, si se oponen, no pasa nada, no más selección, vuelven a Bagdad a la guerra, porque si volvían ya sabían que los esperaba el ejército, estaban en edad para combatir. Nadie se fue […]. Al principio bajaban a comer separados en grupos religiosos. Los tres primeros días lo dejé pasar. Al cuarto cerré la puerta del restaurante y les indiqué que nadie podía salir a la calle a comprar comida. Entrenaron con hambre por no haber querido comer juntos y ese día les metí mucha más carga física. ¿Se atreverían otra vez a no comer? No les quedó de otra a la siguiente. Todos juntos, a la misma hora a la mesa. En esas comidas, primera vez todo el equipo junto, se generó el sentido de familia. Ahí los hice entender en lo que coincidían: todos querían lo mismo, traer una sonrisa a los labios de los iraquíes, a los ojos cansados de llorar, eso lo querían todos. Les demostré que querían lo mismo. De repente ya los veía dándose besos y abrazos a todos, olvidados de lo que pasaba en Irak, de sus diferencias.

Imposible dudar a estas alturas de los efectos terapéuticos y sanadores del deporte. Además, con aportaciones en rubros clave para la construcción de una mejor sociedad: salud, educación y desarrollo.

Con los niveles de obesidad y diabetes infantil que presenta México, el deporte tiene la llave para criar personas más sanas y, de disminuir las actuales cifras, permitir a mediano plazo que el presupuesto de salud pública sea destinado a enfermedades no evitables (porque las derivadas de la obesidad sí suelen serlo si acabamos con el sedentarismo y universalizamos dinámicas atléticas).

Algo parecido podemos decir en materia de educación y desarrollo social, con la imperativa necesidad de alejar a los adolescentes de adicciones y criminalidad. Muchos de los valores que buscamos se encuentran ahí.

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Bien canalizado, el deporte puede ser un enorme apoyo social. Conscientes de cuanto puede tener de bueno o malo, sin ser ilusos como para pensar que es posible deslindarlo de la política, sin asumir que en automático resolverá todo, pero al menos como inmejorable lenguaje para conectarnos a todos, más allá de edades, divisiones, diferencias y polarizaciones.

No lo dudo, solo en dos sitios se entona el himno nacional con tanta pasión como en una guerra: como preámbulo a un partido de futbol en el Mundial o como colofón a la conquista de una medalla de oro en Olímpicos.

Sabemos que el deporte incluye esa magia, esa cohesión. Desaprovecharla a estas alturas parece absurdo, por no decir imperdonable.

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Autor

Alberto Lati 

Es periodista, conductor, conferencista, embajador de buena voluntad de ACNUR y escritor mexicano. 

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Punto Dorsal
Punto Dorsal, Revista de cultura política es una publicación periódica de difusión de la cultura política y de la participación ciudadana de la Comisión Estatal Electoral Nuevo León.

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