Se hallaba sobre la calle Galeana entre Hidalgo y Ocampo en el centro de Monterrey, frente al costado poniente del Hotel Ambassador. Su horario de nueve a nueve no siempre se cumplió, los clientes mantenían oídos sordos a la exigencia de cierre. El decorado lo definía: Café Mexicano (INMECAF), colores brillantes acompañaban las sillas artesanales junto a mesas cubiertas con bellos sarapes, los cuales daban al ambiente una exaltación a lo nacional y mucha alegría, un holgorio visual. El equilibrio del oído lo brindaba una suave selección de música instrumental con autores mexicanos, desde clásica hasta popular, de todo género, el jazz tenía su lugar especial. Las temperaturas altas en la ciudad no importaban, el lugar gozaba de buena climatización y tomar una bebida caliente y aromatizante allí era un deleite. En exterior, las mesas de jardín en hierro forjado rodeaban una fuente grande con banquetas amplias. Llegar por las mañanas aseguraba a los clientes la lectura de algunos periódicos locales sin deshojar o faltos de alguna sección ya tarde, una cortesía del lugar que se agradecía, también algunos medios de tiraje nacional.
La carta de bebidas, novedosa y exótica, atraía a quienes buscaban lo diferente en una ciudad no precisamente abierta a lo diverso en esos años; ciudad que exaltaba el ahorro, el esfuerzo y el trabajo como valores indiscutibles de moral regia. La copiosa oferta al paladar provocaba a las papilas y el café ocupaba el trono en las recetas, un arte al gusto. La promesa de sabores era insospechada a la vista, una gama de mezclas con ron, whisky, brandy, tequila, cremas, licores, frutas, granos y especias prometían gozo, pero si caías en descuidos, borracheras insospechadas te abrazaban y abrasaban.
La bebida más popular y económica: el democrático café americano con generosos rellenos y el café de olla. El grupo al que pertenecí, por algún motivo —quizá el de «conejillos de indias»— recibíamos primicias gustativas gratuitas al llegar variaciones al menú, un privilegio sin duda, los precios no eran para estudiantes escasos de dinero. La disposición experimental permitió empatías y complicidades de los administradores con los clientes sin sobresalto alguno; había tiempo para la lectura, olvidar un poco la presión del consumo y asegurar que las escrituras creativas, disruptivas, arengadoras, amorosas, políticas o de rupturas existenciales fluyeran entre la cofradía.
Contiguo al Café, estaba la Librería México —antecedente de las librerías del Fondo de Cultura Económica—, tapizada de estantes de piso a techo y en ellos una variedad suficiente de títulos y editoriales en la amplia sala principal con acogedor entrepiso y un atractivo semisótano con literatura infantil; las mesas de novedades junto al espacio para revistas o publicaciones periódicas cerraban el círculo de cualquier necesidad lectora: un agasajo al ocio, la lectura, la escritura, la información y el conocimiento. El Café Mexicano fue un proyecto del Instituto Mexicano del Café, INMECAF, organismo de divulgación y promoción, con importante rama comercial del aromático mexicano en el ámbito internacional.
Los clientes del Café, mujeres y hombres, fluían. El malabarismo social de creativos de las artes, junto a políticos, investigadores, maestros, estudiantes o librepensadores, hacían del lugar un recinto heterogéneo y circense; un laboratorio social donde convivían militantes de partidos políticos (PC, PRI, PRT, PMT, PARM, PPS, PLM) a lado de maoístas, masones, feministas, travestis, hinduistas, astrólogos, taurinos, etcétera. Postrimerías de los años setenta, un trasiego de ideas y murmuración especulativa de sucesos en política y cultura local, nacional e internacional, igual galácticos: había un par de ufólogos quienes disertaban sin parar sobre naves marcianas. Oficios y profesiones mezclados: estudiantes, comerciantes, turistas, desempleados, artistas, biólogos, vagabundos, secretarias, activistas, fayuqueras, seminaristas, periodistas, físicos, matemáticos, antropólogos, vividores, narcomenudistas, galanes, sindicalistas, burócratas, curas, poetas, modelos, obreros, cronistas deportivos, políticos, literatos, arquitectos, ajedrecistas, médicos, músicos, arquitectos, esotéricos, pilotos y sobrecargos, profesores, anticuarios, contadores, abogados, extranjeros, exconvictos, notarios, sociólogos, guerrilleros, peluqueros, ingenieros, brujas, ladrones, charlatanes, conspiradores, cantantes, psicólogos, filósofos, y más.
Tanta idea dispar generaba charlas y especulación; otras veces, discusiones temáticas nada ordinarias y sí, exclusivas: la crítica y el análisis humanista bullía. Eran redes sociales de carne y hueso, vivas, tocables, sin anonimato o enmascaramiento. La realidad y el deseo, convivían, Luis Cernuda dixit. Los parroquianos del Café Mexicano se autonombraban y bautizaban en secreto unos a otros, según su imaginario. «Los satélites», amigos de amigos; «Personajes en busca de autor», un guiño a Pirandello; «Los caligramas» (mi nicho) nombre de un taller de literatura subdividido por géneros literarios numeroso y plural, interesados además de la escritura y la lectura, por la filosofía, la política y los temas culturales; cerca de la tribu «Los artistas», actores, pintores, músicos, bailarinas y fotógrafos. Un grupo de catedráticos, filósofos, políticos, economistas y abogados, en amistosa sátira al grupo literario se autonombro «Los crucigramas», conversaban de política, la universidad, la academia, la nota roja, la filosofía, eran cultos; «Los rábanos», rojos por fuera, blancos por dentro, cercanos a los crucigramas, discutidores jocosos de trascendidos y grillas políticas de la prensa, participaban en asociaciones políticas o sindicales o en la masonería, buenos lectores de novelas y de poesía, empleados municipales, estatales y profesores, gustaban de la bohemia y las peñas musicales. «La mesa legal» se formaba con abogados, contadores, administradores y notarios; «Los mapaches», apoyadores de logísticas electorales, interesados en eventos que reunieran gente, se cruzaban y conocían con «Los orejas», trabajadores de Gobierno, «sondeadores» y preguntones, ambos núcleos de dos o tres personas rondaban cautelosos y a distancia los círculos, eran amables. Dejar fuera a «Los médicos», imposible, eran pasantes de medicina y egresados, calmaban malestares menores a los habituales del café al diagnosticar con tino las dolencias.
El ambiente en el Café Mexicano era socrático, se debatía y cuestionaba. El diálogo se anteponía en la comunicación trenzada de los grupos, se coincidía en ocasiones, otras no, sucedía entonces la contienda. El interés humanista y utópico era eje en la mayoría de las discusiones en que se compartían saberes y dudas, todo entraba en juego en busca de certezas. Los había rondando, simpáticos metiches o dandis de galanura perdida, rabos verdes pues; además amigables solitarios como Don Filiberto, distinguido y educado, o Raúl «Coiffure», ambos vecinos cada uno en su negocio: Antigüedades el primero y Alta Peluquería el segundo. Y Galería Miró a unos pasos. ¡Cómo olvidarla!
La comunidad del café era atractiva, su espectro heterogéneo y libertario abría el interés a buscadores del amor loco según Breton o de la Maga de Cortázar, animados por lecturas literarias y pasiones. Dialogantes expertos acudían y con gracia o talento obtenían invitaciones a beber café. Los había sabelotodos con encanto u antipáticos; algunos buscaban retas o medir su «alta erudición» con quien pudieran. Hubo un ladrón, el «Punto y coma», quien padecía secuela de polio en una de las piernas. Bien vestido y elegante, menudito ojiverde, gustaba del puro y del bastón, un profesional del hurto de objetos en tiendas de departamentos.
Mención aparte y honores merecen, los sustractores de libros, una minúscula élite que sobrevivía de ese acto; verdaderos bibliófilos y conocedores al igual que benefactores, los apreciábamos. Tanta individualidad concita un coro de expresiones, una armonía de voces y gestos de improvisación libre, los vientos de cambio en el paisaje anticipaban la diversidad cultural; hombres y mujeres, estas últimas, eventuales, asistían con interés.
El Café Mexicano es referencia de una comunidad en búsqueda de tolerancia, un instante acogedor del trasiego de una década cubierta por la sombra represiva contra estudiantes, campesinos, ferrocarrileros y médicos. Existía una economía titubeante y la esperanza del desarrollo económico afloraba ante nuevos descubrimientos petroleros; la autoridad entrante convocaba «administrar la abundancia» y, la inclusión de nuestro país en el concierto mundial de las economías en ascenso, asomaba.
La singularidad del Café Mexicano atrajo cronopios y famas. Agitaba allí el dislate, la reflexión y claro, la dialéctica; mientras metían nariz o posaban sentaderas gente de toda clase social, riquillos o clasemedieros con pretensiones, hasta profetas radicales de la destrucción del mundo. En la periferia husmeaban curiosos, quienes deseaban integrarse o quizá recibir respuesta a sus preguntas. Todo visitante de cafés —cafetero dirán— es también un cazador de rostros, un atrapador de conversaciones y hallazgos. Se realizaron exposiciones con el arte de los clientes, intercambios y trueques de libros, presentaciones, lecturas en atril, monólogos teatrales, charlas, etcétera, etcétera, coexistían con detenciones y cateos corporales policiacos al cerrar el Café, también persecuciones y huidas de librerías, espionajes y amenazas anónimas a clientes que pertenecían a la política y a feministas.
Cerraban los años setenta, había sospecha y veladura. En el lugar se escribió y habló de poemas, volantes y proclamas; se cargaba papel para imprimir en mimeógrafo manual y guillotinar hojas; se rifaban libros para obtener recursos e imprimir otros libros, se pedía dinero, se presta igual. Se discutían y distribuían panfletos, folletos y revistas. Se canjeaban libros, dibujos, grabados, abrazos y besos. Se organizaban acciones nocturnas para pegar carteles y manifiestos, al igual que armar grupos y realizar pintas con poemas en las paredes, entonces actos ilegales. Muchas veces fue el lugar de citas para partir y apoyar huelgas y marchas o salir a «botear», obtener recursos para las luchas sandinistas en Nicaragua y las fuerzas insurgentes de El Salvador; igual se llevaban frascos con miel de abeja, limones y agua para la huelga de hambre de madres de desaparecidos políticos en la iglesia del Sagrado Corazón o de los obreros de Vitro o de Fundidora u otros movimientos de obreros. Cabe decir aquí, en reconocimiento justo del rito, que después de la hora del café, las reuniones, diálogos y discusiones se trasladaban a otros templos: bares y cantinas.
La ubicación del Café Mexicano fue estratégica, de allí se acudió a los márgenes del río Santa Catarina y desde el ateísmo observar (congelados, gran helada) la feligresía católica volcada ante el Papa Juan Pablo II en su primera visita a la ciudad, para luego abrir el diálogo entre los contertulios y alguien del equipo de seguridad y logística del Pontífice. Un par de años pasaron y la discusión fue el concierto de Queen en el Estadio Universitario, acontecimiento nacional y marca de apertura a conciertos masivos. 15 días después la polémica regresa, el fenómeno social provocado por el popular tamaulipeco Rigo Tovar y su grupo musical Costa Azul en el río Santa Catarina lo exigía, un suceso de gran escala, inédito por lo masivo. La controversia tenía residencia en la plaza, horas y días, opiniones y pláticas generaron el diálogo permanente que se dio en el Café Mexicano de 1975 a 1985.
El nombre del lugar poco dice a las generaciones actuales: fue ojo de huracán. Un centro de tranquilidad aparente, girando discreto en círculos amplios; un remolino de temáticas con luces y sombras; confluyeron en él generaciones continentes y procesos en movimiento. El traslado a los ochenta cedió paso a otros terrenos y la proyección de expectativas aumentó. La sociedad cambia y las formas de convivencia trasmutaron del espacio «café» al «espacio cultural». El concepto filosófico de «ideología» —favorito de mi tribu— era estigma; hoy es un concepto digerible, se pronuncia y escucha con frecuencia normalizado su uso sin señalarlo solo como pensamiento marxista o de la izquierda.
Elegí el Café Mexicano como prototipo de lugares de reunión social, fue un recinto natural que concentró inquietudes comunitarias de diferentes grupos. A la fecha no se halla algo similar a esa ágora convocante que reunía discusión dialéctica y a la vez espacio silente para lectura y reflexión, sin contar la fiesta y el regocijo que también brindó. Ahora mismo hay cafés donde se dan conversaciones informales con buenos grados de profundidad y observación del pulso social y el ánimo de una comunidad, pero no se acercan al ejemplo.
Hago repaso de sitios donde se han generado y madurado planes, proyectos, sueños e intenciones de corte cultural, político o de emprendimientos y aparecen imágenes de invitaciones para la socialización, el diálogo y la conversación. Es indudable que los cafés han sido lugares de encuentro en ciudades y barrios; centros sociales que atraen a la convivencia y la comunicación o aldeas urbanas formadoras de colectivos u expresiones de organización social. Nombraré algunos cafés visitados por mi generación, durante las discusiones para desarrollar actividades de organización y de comunidad: Apolo, Concordia, Flores, Mexicano, Rubio, Galván, La Blanca, Lisboa, Nuevo Brasil, El Paso, Benavides, Paseo Espino-Barros, Sanborns, Al, Palax, Manolín, Latino, Obrero, Vips, Picos, Shirley, El Infinito, Paraíso, etcétera. Son más visibles ahora Starbucks y Tim Hortons. Incluiría gustosa al Café Iguana, aunque lo que menos vende es café.
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María Guadalupe Belmonte Vega
Poeta, promotora cultural y reportera. Gestora de Gargantúa Espacio Cultural. Ha sido Directora de la Casa de la Cultura Nuevo León y de la Biblioteca Central del Estado.