Iorana fuma y yo veo sus piernas brillosas por el sudor y huelo bajo su minifalda el desecho vaginal endurecido en los calzones rojos que también puedo verle.
Esta noche de luna llena le salvará la vida a mi hermano Nicasio. Le quitará de encima las sales negras de la tal Violeta Quintanilla, que no lo deja amar y triunfar en la vida. La fulana cree que puede intimidar a Iorana María con ser de La Petaca, pero Iorana conoce a los charlatanes y de ahí a los únicos que respeta son al viejo Aniceto y su nieta Blanca, por cabrones y porque no se andan con trabajitos para enamorados. Estos invocan al demonio de a deveras. Iorana vio cuando Blanca, a puras velas y lenguas muertas, mató a la esposa del director de Tránsito para que este pudiera casarse con su amante.
Iorana enciende otro cigarrillo y reprime un calosfrío. Todavía la estremece el recuerdo de aquella sesión donde solo estaban Blanca, ella y el viejo Aniceto que dormitaba entre gatos en un rincón. Y Iorana vio la muerte de la mujer del funcionario confirmada al día siguiente por los periódicos.
—Despanzurrada todita por un tráiler. En el periódico decía que estaba embarazada de cuatro meses.
Son las cinco de la tarde. Abajo del pequeño cerro se ve el valle del Huajuco difuminado por la contaminación y la falta de lluvia. Estamos esperando las primeras sombras de la noche para saltar la barda trasera del panteón sin que nos vea don Antonio, el sepulturero, su amante.
—Viejo rabo verde —gruñe Iorana.
A mí me parece más joven que ella.
No quiere verlo esta noche, dice, pero necesita azufre, fósforo, polvo de hueso y un crisantemo.
—La flor no es para el trabajito de tu hermano.
A Iorana le gusta el olor del crisantemo. Ácido, como el muerto embalsamado en aceite y limón. Y eso que nunca ha tenido un muerto en su casa porque no tuvo padres. Sí los tuvo —todos los tenemos— reconoce, pero nunca los conoció y mejor así —a mí me parió una burra y me amamantó una gata amargada.
Iorana habla como si estuviera sola. Mi mano suda en la suya mientras subimos lo que queda del montículo para llegar al cementerio. Oigo su respiración acelerada. La veo falsear con los tacones. Bamboleante, maldice la tierra erosionada. Le propongo que descansemos.
—Qué va, si no estoy cansada —bufa—, es solo que no estoy acostumbrada a andar en terrenos tan empinados. De todas formas hacemos otra parada. Iorana abre su bolso de charol y saca un espejo. Acomoda su melena pintada de amarillo desierto, incapaz de albergar a un solo piojo. Pinta sus labios de rojo y se dibuja en las comisuras una sonrisa de vampiro recién alimentado.
Enciende otro cigarrillo. Las dos fijamos la mirada en el crepúsculo esperando que se desvanezca.
—Más vale que aprendas. Yo sé que tienes estrella para la magia —mientras la escucho, quiero arreglarle la pestaña postiza que se despegó de la punta—. Ya casi me acabo el polvo de huesos tiernos. Los esqueletos de niños son imán para los buenos espíritus. Por allá enterraron a uno de doce, pero todavía está muy reciente.
Son casi las nueve cuando regresamos del panteón. Iorana se ve cansada, harta. Aun así pone sus yerbas sobre la lumbre. Busca en su caja de cartón el resto de los ingredientes de la pócima y enciende una vela blanca.
Atrás, en un mezquite afuera del cementerio, dejamos colgando el cadáver del gato Esteban, que todavía no se acostumbra a perder sus vidas a merced de los clientes de Iorana. Le vi el odio en los ojos cuando ella le acomodó la soga en el cuello.
Yo también estoy cansada. En la duermevela la veo andar de un lado a otro en la cocina. Luego se pone una bata de satín rojo y un perfume de sándalo. Iorana espera que venga mi hermano y le cuente que le fue mal: el gobernador lo tiene sentenciado y usa peluca para andar por las calles de la ciudad.
Feliz e inquieta, Iorana abrirá una cerveza para celebrar el regreso de Nicasio; encenderá un cigarrillo y servirá traguitos de tequila. Adrede, enterrará sus uñas rojas en un limón y exprimirá el zumo en el tequila; luego se chupará los dedos mostrándole a Nicasio una lengua ágil. Él también fumará y guiñará un ojo a Iorana cuando le cuente de sus hazañas. Le dirá que escribió un artículo sobre las elecciones donde votaron los muertos; que del Panteón Olivo sacó nombres de gentes que aparecen con credencial para votar y murieron hace más de cuarenta años. Los dos se reirán. A Iorana se le acabará la risa primero. Le advertirá que tenga cuidado.
Iorana quiere pedirle nuevamente que se cuide, pero cómo decirle que contra líos políticos no carga más que un amuleto. Ha gastado los cabellos que le cortó y cinco vidas de Esteban para protegerlo del amor insano de Violeta Quintanilla. En cada triunfo, Iorana se rejuvenece a los ojos de Nicasio. Él ya no la rechaza diciéndole que está vieja y que huele a puro méndigo azufre. Ahora apaga la luz y deja que lo ame. Sus senos colgantes endurecen y los pliegues de sus carnes desaparecen. Entonces Iorana nunca ha tenido cincuenta y seis años ni la papada de pelícano ni la verruga que la hizo decidirse por la magia. Ahora está convertida en una silueta perfecta adentro de una seda que cabalga sobre la niebla caliente de una lluvia de canícula.
Así, en la obscuridad, Iorana lo toca con sus dedos azules encendidos como sopletes. Garigoleos humeantes despiden a los miedos de sus poros, la dejan libre. Ya no hay nudos mojados por las lágrimas en el doblez del párpado, ni estrías que pinten destinos astrológicos.
Iorana se acuerda de que estoy sentada a la mesa, esperando. Me mira con ternura.
—¿Quién quiere jot queis?
—¡Yooooooooooooo!
Le gusta cocinar para mí. Regalarme pinturas y collares viejos. Botellas de perfume contra envidias y maestros de la escuela. Quiere tenerme contenta, que siempre venga a visitarla para que mamá mande a Nicasio a buscarme en la noche. Tocan la puerta. Está segura que es él. Se chupa los labios, se acomoda el pelo y se baja el escote de la bata.
Es el gato Esteban. Le quedan un par de sacrificios más. Pero Iorana es benévola y solo se gastaría sus dos últimas vidas por alguien como mi hermano. Es un riesgo terminarse las vidas de los gatos, dice, pues solitos van y se parten toda la madre o los apachurran por ahí.
Esteban viene con la cuenca vacía de un ojo arrancado por un zopilote. Mientras él colgaba de la rama del mezquite, los hados le devolvieron la sexta de sus vidas.
—Son más sabios en cada muerte —dice y lo ve buscando su plato de leche. Iorana trata de asirlo, pero Esteban, ofendido, tira un zarpazo y clava tres de sus garras en la palma de su ama.
La sangre sale lenta. Hilillos rojos buscan cauce por las líneas de su vida. Iorana sabe que nada es casual y que esa telaraña de sangre trae un mensaje oculto. Frunce el ceño. Cansada, se talla los ojos porque no puede ver nada, solo huele el óxido de la sangre recién expuesta al viento. Afina el oído, los susurros de las paredes le traen llanto y lamento.
Iorana me hace a un lado. Con sus ojos irritados y llenos de carnosidades se asoma por la ventana de la cocina: la noche, los geranios, la casa de enfrente abandonada a medio construir.
Se olvida de que ya habíamos acordado sobre los jot queis y vuelve a preguntarme. Esta vez le contesto desesperanzada, porque he aprendido a conocerla. Sé que esta noche no habrá jot queis, ni saldremos a orearnos la negocia. Tampoco me buscará piojos ni rastrearemos lechuzas desde la mecedora.
Iorana deja la ventana. Su sonrisa caduca. Su rostro convulsiona nervioso. No sabe si calentar el comal o seguir olfateando el aire o cerrar los párpados y destapar el caño de la entreceja para descifrar el código de sus mensajeros. Después ya no es necesario tomar una decisión. Los párpados de Iorana caen pesados. Gira como brújula. Sisea la lengua y se moja los labios resecos. Se abalanza sobre la pared con la cara compungida.
No puede gritar. Su boca es un hoyo negro suspendido en el espacio. Tiene las quijadas intrincadas. Los ojos saltones por la sorpresa. Iorana quiere llevar su cuerpo a donde su mente fue, quiere llevar sus pulmones en este viaje astral y ensordecer con un alarido el mundo de los sueños que le revela, sin que lo pueda evitar, la cuesta de Yera, la curva de los muertos, Nicasio ensangrentado entre cuatro hombres que lo suben desmayado a su Chevrolet, encienden el motor y precipitan el auto vacío.
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Autora
Patricia Laurent Kullick
(1962-2022). Cuentista y novelista. Este cuento fue publicado originalmente en Infancia y otros horrores en 2004.