Escritoras que se adentran en la oscuridad

Hay una sensibilidad muy particular, asociada a lo femenino, capaz de encontrar una veta profundamente siniestra que nos estremece y desconcierta. Texto de Ave Barrera.

Gracias a la lingüista y tiktoker Helena Herraiz, descubrí hace poco que la palabra aburrir no tiene nada qué ver con los burros, como me hicieron creer de niña, sino que se trata de una palabra compuesta por el sufijo ab que significa «carencia de» y horrore, «algo que espanta». De modo que algo aburrido carece de la capacidad de impresionarnos o asustarnos. Es un hecho que el horror de algún modo nos produce interés, nos sorprende, cautiva nuestra atención e incluso nos entretiene. Aunque a algunas personas les resulta imposible ver una película o leer una historia de terror sin sufrir pesadillas, muchas otras sentimos un disfrute paradójico, misterioso y un poquito morboso en escuchar historias de fantasmas, aparecidos, muertos vivientes, ver monstruos de silicón, slime verde y sangre de utilería, o en atestiguar mil maneras de morir, como da cuenta el famoso churro televisivo que lleva ese nombre.

Disfrutar con el relato del horror ajeno, de acuerdo con los griegos, produce una suerte de purga emocional o catarsis liberadora, es por eso que en la Grecia antigua se daba tanta relevancia a la tragedia, y vaya que sabían contar historias y crear mitos capaces de «desaburrirnos» aún ahora, como la del monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que aguarda en el centro del laberinto, la del hijo perdido que se saca los ojos al descubrir que sin saberlo ha matado a su padre y se ha casado con su madre, o la del héroe castigado por robar el fuego a los dioses para regalarlo a los humanos, que es encadenado a una roca, donde un águila le devora el hígado, que se regenera durante la noche, una y otra vez.

Quizá la fascinación que nos producen las historias de terror, y su consecuente capacidad para hacer catarsis de nuestros miedos más escondidos en el inconsciente, tiene que ver con el hecho de que seamos meros espectadores. Sí, nos identificamos con la historia, pero sabemos que una vez que se enciendan las luces en el cine o que cerremos las tapas de un libro, estaremos sanos y salvos. Se trata de un horror contenido, sobre el que tenemos cierto dominio, saldremos indemnes… o al menos eso es lo que pensamos, porque hay historias capaces de marcarnos, y que nos permiten reconocer, no sin espanto, el lado más oscuro de la naturaleza humana.

En el pasado, cuando muy pocas personas podían tener acceso a la lectura y a los libros, los relatos se transmitían cotidianamente de boca en boca y daban origen a cuentos y leyendas. Pocas cosas disfrutamos tanto como escuchar historias alrededor del fuego, y en muchas ocasiones son las mujeres quienes transmiten esas historias. Por eso no resulta extraño que el género de la literatura de terror cuente con tantas escritoras destacadas. Hay una sensibilidad muy particular, asociada a lo femenino, capaz de encontrar una veta profundamente siniestra que nos estremece y desconcierta.

Es bien conocida la historia de aquel verano sombrío de 1816, en que Mary Shelley se refugió con otros amigos en la Villa Diodati de
Lord Byron, a causa de la explosión de un volcán que dejó oscuridad y fuertes tormentas, y que fue durante aquel encierro que se crearon tanto Frankenstein, como el personaje del vampiro que antecedió a Drácula de Bram Stoker. Sin embargo, ya 15 años antes la gran novelista Anne Radcliffe había publicado de manera anónima Un romance siciliano, una estremecedora historia de terror gótico que evoca al cuento de hadas de «Barba Azul», y que sin lugar a dudas influyó en las generaciones posteriores de escritorxs del género. Muestra de ello es el personaje de Bella Baxter, de la novela Poor Things, recientemente adaptada al cine.

Durante el siglo XX hubo voces que no solo dieron continuidad al género, sino que lo subvirtieron y crearon propuestas muy originales, como es el caso de Shirley Jackson, la norteamericana que escribió, entre otras historias, La maldición de Hill House, en 1959, que ha sido llevada a la pantalla en múltiples ocasiones. Otro caso emblemático de la literatura británica es Angela Carter, que en La cámara sangrienta y otros cuentos recupera algunos de los cuentos tradicionales recopilados por Charles Perrault y otras figuras del folklore europeo para crear relatos estremecedores.

Sin embargo, durante este periodo la literatura de terror no se circunscribió solo al ámbito del inglés. Tanto en España como en América Latina hubo autoras que demostraron un gran dominio del género, tal es el caso de Emilia Pardo Bazán, una talentosa gallega de finales de siglo XIX e inicios del XX, que escribió decenas de novelas breves y cientos de cuentos que abarcan el terror en todas sus facetas, encontramos asesinatos, conjuros, sucesos inexplicables, personajes codiciosos y malvados. Recientemente, con motivo del centenario de su muerte, editorial Nórdica publicó una bellísima edición ilustrada bajo el título de La cita y otros cuentos de terror.

En la obra de Pardo Bazán se pone de manifiesto uno de los aspectos más interesantes de la literatura de terror escrita por mujeres, y esto es que el horror no aparece solo como un recurso gratuito, para regodearse en lo monstruoso o como una manifestación de lo deleznable por una simple necesidad catártica, sino que responde a intereses más complejos, al plantear una profunda denuncia social de aspectos como el clasismo, la discriminación y la violencia en contra de las mujeres. Conforme el género de terror avance en su devenir histórico en manos de las escritoras, este aspecto se acentuará y las historias se volverán cada vez más complejas, de modo que los personajes lleven implícito el señalamiento de los victimarios o la denuncia de las víctimas, y las situaciones representadas adquieran un valor y un peso simbólicos.

Las grandes maestras del terror en América Latina hicieron especial énfasis en la narración de situaciones horripilantes como mecanismo de crítica y de denuncia de los verdaderos horrores que vivían las mujeres de inicios del siglo XX, en sociedades tradicionalistas asfixiantes y violentas. Es así como nos encontramos a grandes escritoras como la chilena María Luisa Bombal, que con su novela La amortajada, publicada en 1938, donde una mujer muerta observa desde su ataúd a los que la acompañan en su funeral, influyó en muchos autores de la época por su singular punto de vista. La argentina Silvina Ocampo escribió gran cantidad de cuentos de tono divertido y cruel, que se publicaban en la revista y editorial Sur, a la par de los de Borges y Bioy Casares. Su libro La furia y otros cuentos ha sido uno de los más reconocidos y leídos. Unos años más tarde, en 1950, Armonía Somers publicó en Uruguay La mujer desnuda, novela de tintes surrealistas donde la protagonista se arranca la cabeza y anda desnuda provocando la lujuria y el horror de quienes salen a su encuentro. Los cuentos completos de Armonía Somers fueron recientemente publicados por la editorial Páginas de Espuma.

También en México, a lo largo del siglo XX, surgieron grandes representantes del género de terror, quizá la más reconocida es Amparo Dávila, y su cuento más emblemático es «El huésped», donde dos mujeres deben defenderse, a ellas y a sus hijos, del «monstruo» que su marido lleva un día a casa; aunque todos sus cuentos, compilados recientemente por el Fondo de Cultura Económica, son una verdadera genialidad. Otras escritoras mexicanas de la época que también incursionaron en este género son la jalisciense Guadalupe Dueñas, con el libro Tiene la noche un árbol, y la sinaloense Inés Arredondo, cuyos relatos comparten algunas atmósferas y situaciones misteriosas, aunque en ellos la maldad
y el miedo aparecen no tanto de forma monstruosa, sino más psicológica y sutil, en sus cuentos el miedo es algo interior, como en «Río subterráneo», donde una angustia soterrada late en cada uno de los personajes. Un poco más reciente, aunque de talento literario similar, es la obra de Gabriela Rábago Palafox, cuya novela Todo ángel es terrible, publicada en 1980 y reeditada recientemente por Colección Vindictas, explora la maldad vinculada a la infancia.

Con el trabajo de las escritoras de esta generación, se abrieron nuevas vertientes y perspectivas del género de terror que diversifican la gama de emociones en torno al miedo y el espanto ante lo terrible, pero también ante lo inexplicable y lo extraño. En las escrituras de inicios del siglo XXI, encontramos lo que se conoce como literatura de la irrealidad, pero además relatos donde lo terrible no proviene de algo misterioso o desconocido, ni siquiera del terror psicológico, sino de una violencia explícita y muy real. Como afirma la académica Alejandra Amatto, «ha habido una reformulación de los géneros de irrealidad que ponen sobre la mesa cuáles son los verdaderos terrores cotidianos de nuestra experiencia como mujeres latinoamericanas».

Nuestro continente ha vivido en las últimas décadas fenómenos en verdad aterradores que tienen que ver con la violencia del crimen organizado, el desplazamiento impuesto por causas económicas, sociales y ambientales, la desaparición forzada de personas, la encarnizada violencia contra las mujeres y el aumento en la tasa de feminicidios, ecocidios, dictaduras, crisis económicas y políticas. Las escritoras del presente se han dado a la tarea de escribir y convertir en literatura los matices más sutiles de estas situaciones aterradoras, de modo que el efecto catártico de la lectura nos permita, con la lectura, reflexionar y ser conscientes del mundo en que vivimos.

Entre las autoras que en el presente han apostado por el género de terror, quizá la más destacada sea la argentina Mariana Enríquez, que ya nos había sorprendido con la habilidad para explorar las tinieblas en el libro de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego, pero más recientemente su novela Nuestra parte de noche ha sido todo un fenómeno literario que entrecruza el terror real y la violencia de Estado con elementos sobrenaturales, rituales y unas atmósferas de verdad perturbadoras.

También de Argentina es la cuentista Samanta Schweblin, cuyos cuentos exploran la veta de una crueldad más realista, aunque no por ello menos simbólica. Su novela Distancia de rescate, que hace poco se adaptó al cine, aborda el horror vinculado a la maternidad, el control, el cuidado y los celos obsesivos, atravesado por el elemento ominoso del envenenamiento por sustancias contaminantes. La temática del horror ambiental ha sido abordada por la uruguaya Fernanda Trías, en su novela Mugre rosa, donde hay una nube tóxica amenazante que viene del mar y los humanos se ven obligados a consumir una sustancia rosácea indefinida para sobrevivir. Y en la línea de las distopías aterradoras, Agustina Bazterrica, de Argentina, narra en Cadáver exquisito un mundo en el que la humanidad se ve orillada a ejercer el canibalismo y la sociedad se divide entre los que comen y los que son comidos.

En un terror menos urbano, más próximo a lo rural y a la naturaleza han surgido autoras como Natalia García Freire, de Ecuador, cuyas historias nos transportan a un universo donde lo ominoso se hace presente en la representación de elementos naturales como insectos, hongos y humedad. Liliana Colanzi y Giovanna Rivero, ambas de Bolivia, además de contar con relatos cercanos a la naturaleza, entretejen en sus historias algunos elementos de la tradición quechua y aymara.

Proveniente de Ecuador, Mónica Ojeda ha desarrollado una compleja exploración del género del horror en diversas manifestaciones. Mientras que su libro de cuentos Las voladoras y su novela más reciente Chamanes eléctricos en la fiesta del sol se encuentran más próximas a esta veta que indaga en elementos simbólicos tradicionales, y que incluso se ha estudiado bajo la etiqueta de «gótico andino», sus primeras novelas, Nefando y Mandíbula exploran un terror más urbano, incluso con elementos pop y una violencia exacerbada vinculada con el deseo y la sexualidad. En este punto, resulta más cercana su obra a la escritura de su paisana María Fernanda Ampuero, cuyos cuentos son de una violencia desbordada.

Y qué decir de nuestra célebre escritora mexicana Fernanda Melchor, que con su novela Temporada de huracanes ha obtenido reconocimiento internacional y rápidamente se ha convertido en un clásico contemporáneo de un terror realista, donde incluso el lenguaje participa de la violencia. Otras dos mexicanas que plantean acercamientos muy distintos al horror son Guadalupe Nettel, que con El huésped explora lo siniestro desde la sutileza de una mirada inocente en apariencia, y Lola Ancira, que con sus cuentos aborda un horror muy humano, vinculado a lo marginal, al dolor y la locura.

«El miedo es geográfico, histórico y social», afirma Mónica Ojeda en una de sus entrevistas, «por eso en cada sitio la escritura del miedo da como resultado una filosofía del miedo distinta». Es verdad que las escritoras de América Latina que escriben terror tienen temas, motivaciones y preocupaciones en común, pero al leerlas nos damos cuenta de que cada una desarrolla características singulares, una propuesta literaria muy original, y sitúa su mirada del horror desde puntos de vista muy diversos. En suma, su literatura nos demuestra que, como afirma Stephen King, los fantasmas y los monstruos son reales, viven dentro de nosotros.

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Autora

Ave Barrera

Escritora y editora mexicana, ha publicado Puertas demasiado pequeñas, Una noche en el laberinto y Restauración, entre otros libros.

Autor

Punto Dorsal
Punto Dorsal, Revista de cultura política es una publicación periódica de difusión de la cultura política y de la participación ciudadana de la Comisión Estatal Electoral Nuevo León.

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