El mexicano y la muerte. Tradiciones que poco a poco son desplazadas

Sin importar distancias geográficas ni temporales, dentro de la amplia diversidad cultural mexicana se cuentan con puntos en común ante los fallecimientos y ante la muerte.

La comunidad mexicana es muy sensible ante el fallecimiento de sus seres amados. Esto es un aspecto de lo individual; sin embargo, habría qué pensar cuál es su actitud ante la muerte, ya en un sentido general, y podemos darnos cuenta de que se han dado cambios en los que esa actitud está siendo modificada desde el exterior, en particular desde los medios de comunicación.

En un sentido amplio, son dos las maneras en las que el mexicano enfrenta la muerte, no la propia ni la de los suyos sino la muerte en la amplitud que el término abarca. Esas dos formas son la conmemoración y la fiesta. La conmemoración es un acto individual, interno, íntimo. La fiesta es un acto social, externo, festivo. De alguna manera hemos convivido con los dos y le hemos dado un sentido a cada uno; pero, en fechas recientes, con el aplastamiento que de muchas de nuestras tradiciones ha hecho el neoliberalismo, la fiesta está superponiéndose a la conmemoración.

En su funeral, y durante las fechas concretas de Día de Muertos, mediante una serie de actividades durante el velorio, se recordaba a la persona amada que recién había fallecido, y una vez terminado este, se pasaba a la fiesta que le ayudara a llegar a su descanso en Mictlán.

Sin importar distancias geográficas ni temporales, dentro de la amplia diversidad cultural mexicana se cuentan con puntos en común ante los fallecimientos y ante la muerte. Fallecimiento y muerte son dos conceptos que en nuestras tradiciones, aunque sea de manera inconsciente, les damos una diferencia. El fallecido es el ser amado que ha dejado de vivir y que al tiempo llegará a Mictlán y entonces será el muerto; mientras tanto será el fallecido, el difunto, pero no el muerto.

Nuestras primeras acciones van hacia el difunto; nuestras conmemoraciones atienden al fallecido o fallecida, al difunto, a la difunta. Las fiestas atienden a la muerte y buscan alejarla lo más posible.

La vida actual tan ajetreada y pendiente de la mercadotecnia va aplastando poco a poco las conmemoraciones para ir imponiendo la fiesta. El problema es que no nos damos cuenta de ello y quedamos atrapados. Pensemos en algunas situaciones.

La pérdida de la vida de un ser querido es un dolor tan fuerte que conlleva la pérdida de una parte de nosotros mismos. Es un dolor indescriptible que, a principios del siglo XX, con la llegada de la fotografía se le convirtió en el medio a través del cual se conservaba la última imagen de la persona amada. Mientras el carpintero elaboraba el ataúd requerido, durante el velorio se aprovechaba para capturar en su lecho de muerte la última imagen del difunto, solo o acompañado por su familia. Y si quien fallecía era un niño o niña el proceso era más destacable, lo que también sucedía durante el cortejo fúnebre.

El velorio se realizaba en la casa de la familia del difunto. De ahí salía rumbo al panteón, llamado por muchos «camposanto», en remembranza de la época en la que la Iglesia manejaba todos los aspectos de la vida del ser humano, incluso la muerte, y controlaba también las sepulturas, hasta que la Leyes de Reforma establecen los panteones civiles. Se señalaba que aún en el cortejo fúnebre se daba la distinción entre los de niños y los de jóvenes y adultos porque a los niños se les consideraba ángeles requeridos por el cielo, por lo que el ataúd debería ser blanco y los cohetes marcaban la fiesta por el ascenso de ese ángel.

Una vez sepultado inicia el proceso de conmemoraciones para aligerar el camino del difunto y que llegue con bienestar a Mictlán, y para ir hasta allá deberá cruzar nueve cielos, lo que le significará un periodo mínimo de cuatro años.

El primer cielo es Izcuintlán, al que llega una vez que el xoloitzcuintle le ayuda a cruzar el río. No es un proceso de pase automático, pues será el xoloitzcuintle quien marque si el fallecido es digno de continuar el camino. Si es apto, continúa; si no, vagará en esta especie de limbo hasta que cuente con los atributos para continuar.

El segundo cielo es el Tepetl Monamictlán donde las montañas chocan entre sí y el difunto deberá encontrar el momento propicio para cruzar y poder continuar el viaje; quienes no lo logran quedan vagando.

Esta idea de los difuntos vagando porque no alcanzaron el paso de estos dos primeros cielos es la base de una actividad que todavía en los años sesenta era común: la acción de cuidar que los niños no estuvieran expuestos a los vientos del Mictlanpachéhatl o Mictlanehécatl, vientos helados que llegaban de Mictlán y que, según nuestras abuelas, eran las ánimas en pena que buscaban encarnar en un niño para poder continuar con vida. Este día de encierro de los niños era el 1 de noviembre.

El difunto continuará su viaje y empezará a perder su carne en el Iztépetl; pasará por Itzehecáyan o Cehueloyan, donde sufrirá la fuerza de los vientos de obsidiana para llegar luego a las dificultades que le dan los fuertes vientos del Pancuetlacaloyan: vientos tan fuertes que no le permiten avanzar porque siempre lo regresan, pero en cuanto logra avanzar deberá evitar las saetas del Temiminalóyan para poder arribar al Teyollocualoyan, el lugar en el que pierde el corazón y así debe nadar en aguas negras de Apanohualoyan para llegar a Chiucnauhmictlán, un lugar de reencuentro consigo mismo. Han pasado ya cuatro años y por fin ha llegado a Mictlán.

Este largo recorrido y los nueve cielos, más algunos elementos cristianos, es, en el fondo, una base muy importante para la configuración de la que consideramos la máxima muestra de conmemoración de nuestros difuntos: el altar de muertos.

Sin duda alguna, el altar de muertos es un acto a través del cual honramos, reverenciamos a las personas amadas que han dejado este mundo terrenal; pero es también el punto de partida para que esa conmemoración se convierta en una fiesta y la tradición empiece a perder su esencia. En el altar de muertos queda claro el sincretismo cultura originaria / cristianismo (por no decir la imposición cristiana sobre elementos de las culturas originarias).

Si el altar cuenta con dos niveles se está planteando cielo y tierra; si son tres serán cielo, tierra e infierno; lo más común es que sean de siete, donde cada escalón nos llevará en un recorrido del difunto de la tierra al cielo, es decir, una vía ascendente, como es el concepto cristiano.

Resulta importante dedicar el altar a una o varias personas a quienes se esté conmemorando y por quienes se pide un tranquilo arribo al cielo, en la cultura cristiana; a Mictlán, en las culturas originarias.

Los elementos visuales o formales del altar de muertos vienen de nuestras culturas originarias, entre los cuales destacan la flor de cempasúchil y la flor de terciopelo o mano de león. La flor de cempasúchil indica el camino a seguir; la flor de terciopelo o mano de león resaltan el duelo, el pesar por el ser amado a quien está dedicado el altar. Junto a ellos existe un elemento más: el copal, que aunado a las flores, darán el olor, el aroma necesario.

El altar de muertos es, como se dice arriba, un elemento fundamental en las conmemoraciones de nuestros difuntos; pero es también el elemento exacto a partir del cual las conmemoraciones tradicionales empiezan a perderse para pasar a la sola fiesta. ¿La causa? En muchos lugares como escuelas, instituciones públicas y privadas, espacios artísticos, etc., lo han convertido en un motivo de concursos o de exhibición de la «creatividad» y con ello se llevan de encuentro la conmemoración.

Octavio Paz nos habla del mexicano jugando ante la muerte en El laberinto de la soledad, como también Serguéi Eisenstein en ¡Que viva México! cierra su película con la fiesta del mexicano ante la muerte, pero antes nos plantearon toda una serie de elementos de la tragedia mexicana del vivir y con ello esa «fiesta» no es más que una explosión de esta diaria tragedia del vivir; aun con sus festejos continúa quedando encuadrada en la conmemoración; es decir, es una fiesta conmemorativa. Es el momento en el que el mexicano explota tras estar «Lleno de mí, sitiado en mi epidermis / por un dios inasible que me ahoga» (José Gorostiza, Muerte sin fin). Por eso duele que acto tan íntimo, tan interior se convierta en solo una fiesta.

Cada quien en nuestro respectivo hogar dedicamos el altar de muertos a los seres queridos. Cumplimos con nuestro ritual. Es algo muy íntimo que no tenemos por qué socializarlo. Es la manera original en la que enfrentábamos a la muerte y velábamos porque nuestros amados y amadas llegaran con bien a Mictlán. En este plano estaba un altar más: el comunitario. Ese en el que los vecinos de una comunidad rememoran a los suyos. Aunque sea público, compartido con los demás, no deja de ser propio, íntimo, pues está reflejando el sentir de una comunidad.

Este altar comunitario es desde el cual el mercantilismo neoliberal ha estado trabajando para despojarle su esencia y convertirlo en un evento social común. Los detalles van apareciendo poco a poco y no los advertimos. Por ejemplo, una estación de radio y televisión nuevoleonesa desde hace años mantiene su tradición del altar de muertos; y ha conservado a la perfección los detalles para que, aunque es comunitario, continúe siendo conmemorativo, y prueba de ello es que se dedica a miembros de la comunidad de esa estación. Sin embargo, de pronto nos damos cuenta de que algunos no entienden el sentido conmemorativo y tradicional.

Este año entrevistaron a varias personas, miembros de esas estaciones, y les preguntan qué es lo que nunca faltaría. Una de ellas comentó que colocaría nardos para que den un buen aroma; es lógico suponer que esta persona no tiene idea de la función que cumplen las flores de cempasúchil y mano de león ni del copal; pero el punto máximo de la ignorancia de esta tradición se lo llevó el joven que contestó que lo que nunca debe faltar en un altar de muertos es «una playera de los Tigres y si es de Gignac, mejor». ¿Tendrá idea este joven de lo que es un altar de muertos? Se admite que haya una camiseta de los Tigres, solo en el caso de que el altar estuviese dedicado a alguien que tenía afición por ese equipo, pero ¿Gignac? Este futbolista aún está vivo y activo; no tiene por qué aparecer en un altar de muertos.

Se anotan estos detalles nada más para indicar que ahí están las llamadas de atención de cómo empieza a diluirse una tradición. Ahora el altar de muertos es de exhibición, no de rememoración y recogimiento, además se ha marcado que forma parte de las culturas populares de nuestro país y se llena la ciudad de altares dedicados a Pedro Infante y se pierde la oportunidad del reconocimiento a un miembro de su comunidad inmediata.

Incluso el pan de muerto va perdiendo su esencia. Este elemento no es de nuestras culturas originarias, pero ha sido integrado con propiedad a las conmemoraciones de nuestros difuntos. De pronto nos encontramos con pan de muerto relleno de chocolate, de nutella o de lo que sea. Cierto es que todo se transforma, pero solo puede transformarse algo que se conoce y no porque el comercialismo lo pide.

Del pan de muerto sabemos que tiene cinco elementos básicos: su forma circular que es la que marca el ciclo de la vida y la muerte; un pequeño pan hacia el centro representando el cráneo del difunto; pequeñas tiras en forma de hueso que representan tanto los huesos del difunto como los cuatro puntos cardinales; el sabor a esencia de azahar, que es el elemento con el que rememoramos a nuestros difuntos y por último los gránulos de azúcar como una representación de las lágrimas vertidas por la partida de nuestro ser amado.

Se ha perdido tanto la tradición que ya ni siquiera vemos a los vendedores de caña de azúcar a la entrada de los panteones; un elemento maya que nos llegó al norte por medio de los huastecos y que nos recuerda cuando Hunahpú e Ixbalanqué fueron a Xibalbá, donde los asesinaron, pero mediante las cañas de azúcar le hicieron saber a su abuela que habían renacido (Popol Wuj).

Son muchos aspectos más que nos permiten ver cómo cada día transformamos nuestra relación con la muerte. Si bien el tema a tratar era tradiciones y expresiones culturales alrededor de la muerte en México, mientras más eran referidas más claro quedaba que estaban siendo desplazadas y son estas tradiciones y expresiones las que debemos evitar que mueran y recuperar las que ya se han perdido.

_________

Autor

Genaro Saúl Reyes Calderón

Investigador de culturas populares y promotor de lucha libre. Fue catedrático y coordinador de la Licenciatura en Letras Españolas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL.


Este artículo aparece en
Punto Dorsal #5
Monstruos de nosotrxs mismxs
Reflexiones políticas y culturales del miedo

Autor

Punto Dorsal
Punto Dorsal, Revista de cultura política es una publicación periódica de difusión de la cultura política y de la participación ciudadana de la Comisión Estatal Electoral Nuevo León.

Estos temas pueden interesarte

Cuento de Patricia Laurent Kullick.
La figura tradicional de las bibliotecas está asociada al conocimiento, la lectura, la investigación y muy de la mano con las escuelas, donde parecieran ser obligación o parte de las tareas diarias…