El arte es uno de los elementos primordiales para la construcción de la comunidad y, como cualquier otra de nuestras necesidades básicas, tendría que ser integrado en los procesos para el desarrollo integral del ser humano. Una de sus características más trascendentes es que, como está en continuo movimiento, también va gestando formas de relación flexible lo que, sin duda, provoca que los vínculos entre las personas se propongan desde la diversidad y la inclusión.
Hay tanta pluralidad en las propuestas artísticas, tantas formas de enfrentar y comprender el mundo, que experimentarlo, ya sea como creador, intérprete o espectador, activa el pensamiento crítico, la sensibilidad estética y la capacidad para integrar y valorar distintas realidades a la propia. El arte nos ofrece, a través de experiencias gozosas, la posibilidad de percibir las miríadas de eventos de la humanidad, y hacerlas nuestras. Tal capacidad de cohesión social sería suficiente para promover la experiencia artística como vehículo imprescindible en la construcción de comunidades.
Es cierto que el arte, como actividad creativa relacionada con la producción y consumo de bienes, en esencia, no sirve para nada que pueda ser verificable desde postulados positivistas. Su función, como lo establece claramente Alfonso Reyes en El deslinde, a propósito de la literatura, no es utilitaria; por eso, en un mundo que prioriza la posesión de bienes materiales como indicador de éxito, resulta difícil involucrarse en el ámbito de la producción y consumo artísticos. Sin embargo, así como dormir y soñar, la experimentación artística es una exigencia de nuestra naturaleza que nos permite una comunión integral y nutrida con el universo.
Recuerdo que cuando era niña, solían enseñarnos en la escuela que la diferencia entre las personas y las mascotas (y otros seres animados) era que los primeros pensamos y sentimos, mientras que los animales no eran inteligentes ni sensibles. Por fortuna, la ciencia contemporánea nos ha mostrado que los animales también piensan y sienten, y tienen sus propias formas de organización para la convivencia. Una vez que se han reconocido estas capacidades en los animales, hemos centrado nuestros intereses en explicar, entonces, qué es lo que nos hace tan diferentes a ellos. Algunos investigadores, desde las neurociencias, aseguran que es la complejidad de nuestras formas de comunicación, especialmente nuestra capacidad para crear arte, así como nuestro sistema de escritura.
Desde que fuimos conscientes de que podíamos dejar vestigios de nuestra realidad a partir de algunos trazos, la palabra escrita se empezó a sofisticar hasta proyectar un dominio plástico muy particular, como en el caso de la poesía. Este proceso es exclusivo de los seres humanos. Independientemente de que los animales también se comunican y tienen sus propios sistemas para interactuar, algunos también complejos, como en el caso de los delfines, las ballenas o, incluso los insectos como las abejas, sólo las personas hemos sido capaces de fijar estos procesos a través de la escritura, pero también de proyectar emociones, imágenes, sensaciones e ideas de una forma artística, a través del lenguaje literario.
Y a pesar de que para mucha gente que se guía por un pensamiento pragmático y utilitario la literatura no tiene ningún valor real, en cuanto a que pueda ser un recurso que nos provea de algún bien tangible, la ciencia contemporánea ha mostrado que leer literatura nos otorga la capacidad para desarrollar diversas habilidades cognitivas, lingüísticas, afectivas y sociales; es decir, activa nuestros procesos mentales mientras integra, a la interacción social, otros elementos emocionales y lingüísticos fundamentales para desarrollar el respeto y la empatía.
Así, la literatura nos permite abrir puertas y ventanas; viajar a mundos y experiencias desconocidas, conocer personas y lugares con cuyos encuentros podemos ampliar nuestras miradas y reconocer la diversidad; por eso, leer es detonar dispositivos para generar un mundo más abierto y respetuoso. En este recorrido, experimentamos un abanico muy amplio de emociones con las que vibra nuestra naturaleza, pero, sobre todo, sabemos que, solos o en compañía, estamos generando redes de lectura, a través de vínculos afectivos con los otros. Leer literatura, y literariamente, como acota Louise Rosenblatt en La literatura como exploración, significa abrir diálogos infinitos con los demás, así como transitar rutas para conocernos y amarnos con todas nuestras diferencias.
De acuerdo con un estudio realizado por la Universidad de Liverpool, cuyos resultados fueron publicados en 2017, los especialistas encontraron que leer poesía es más estimulante para el desarrollo del pensamiento crítico que cualquier otro tipo de lectura, ya que «la actividad cerebral se dispara cuando el lector se encuentra con palabras inusuales o con estructuras semánticas complejas, pero se queda quieta cuando el contenido se expresa en lenguaje coloquial», así, estar en contacto permanente con la literatura es un coadyuvante para la construcción de una plataforma cognitiva sólida y amplia que incentiva nuestra capacidad de aprender, de una manera más efectiva y eficiente.
Por otra parte, también desde las neurociencias, los investigadores aseguran que la literatura es una especie de «practicador» de vida, equiparable a los simuladores de vuelo que entrenan a los pilotos para conducir un avión, cuyo efecto nos provee de experiencia real, asimilable en nuestro cerebro como si hubiera sido vivida por nosotros, por lo que estimula nuestra empatía y nuestra capacidad para comprender la diversidad.
Después del estímulo literario, como lo han mostrado cada vez más investigaciones orientadas a explicar qué pasa en el cerebro de los lectores ante diferentes tipos de lectura, se ha podido constatar que la presencia de lo literario en nuestra formación escolar y familiar fortalece nuestra sensibilidad y empatía; de esta manera es más fácil sumar corazones y proyectos para la integración de comunidades cada vez más asertivas, respetuosas y diversas, pues como asegura Juan José Millás: «no se escribe para ser escritor ni se lee para ser lector; se escribe y se lee para comprender el mundo» y, como hemos visto, conocer el mundo también implica tener acceso a otros lenguajes, como el matemático, que puede ser un reto, pero también una diversión.
De acuerdo con algunas doctrinas filosóficas, el fin último de la existencia humana es la felicidad. Nacimos para morir, pero en medio del camino, sea breve o interminable, la felicidad tendría que definir nuestra esencia y estancia. No cabe duda de que el arte es un elemento primordial para que ese tránsito por la vida sea efectivamente feliz. Y no significa que esta felicidad refleje sólo alegrías menores, sino la capacidad de vivir intensamente, con plenitud. Por eso, una de las funciones principales de la escuela debería ser acompañar a los estudiantes, de todos los niveles, en su tránsito hacia y por la felicidad, otorgándole detonadores que lo lleven a experimentar la emoción estética.
En la educación tradicional, sin embargo, la enseñanza del gozo ha sido vedada. Huizinga asegura, en Homo ludens, que en una sociedad represora del placer no hay cabida para la alegría ni la voluptuosidad. El sistema se ha encargado de mutilarnos la capacidad de sentir. El derecho al placer está penado y perseguido. Por otra parte, no sólo es una cuestión de imposición ideológica para reproducir prácticas enajenantes lo que ha dificultado el camino para el deleite, sino la imposibilidad intrínseca de que la recepción del arte sea un proceso tangible.
La enseñanza de la literatura, desde el gozo, tendría que romper con la didáctica tradicional sin perder su relevancia académica; su orientación debería promover actividades impulsoras del pensamiento crítico y la emoción estética, a través de procesos primordialmente lúdicos. Para Huizinga, el juego es ancestral y determina todo tipo de relaciones en cualquier sociedad humana y, aunque parezca informal y desenfadado, es sumamente serio. Sin embargo, su fin último es el gozo, proscrito en sociedades que requieren del ser humano su mano de obra, su productividad, no su placer, ni su capacidad para cuestionar y transformar la inequidad.
El juego es un vehículo para el placer, pero a las sociedades occidentales actuales lo único que les interesa es someter a las masas, unificarlas; el juego literario entonces tampoco tiene cabida. Pero si uno de los objetivos más claros del arte es la emoción estética y la búsqueda del gozo, tendría que ser una prioridad para los programas escolares incluir prácticas lúdicas asociadas con la enseñanza en general, pero sobre todo con la estimulación y experimentación artística. La enseñanza de la literatura tendría que contribuir a que el estudiante experimente una apropiación plena del texto, más allá del reconocimiento y clasificación de corrientes y estructuras. El docente, como facilitador, debería ayudar a construir puentes entre el lector y la obra; apuntalar esa transacción a la que se refiere Rosenblatt, en la que el lector pueda sentirse un personaje y padecer, vibrar, con él; dejarse arrastrar por la fuerza de la emoción narrativa o lírica.
Por otra parte, y desde una perspectiva más urgente y contemporánea, leer literatura nos provee de las competencias para leer literariamente todo lo que nos rodea; de ahí que, en un mundo que ha sido amurallado por ciertos discursos dominantes, por un lado, y por otro, abierto a la transmisión de información irracionalmente, es necesario que los ciudadanos apliquemos nuestras capacidades críticas al procesamiento, selección e interpretación de la avasalladora información que día tras día nos obnubila. Desde las ciencias sociales, incluso, se ha percibido una especie de infodemia que causa en los ingenuos lectores de redes sociales una infoxicación cuyo efecto es la discordia y la incomprensión del otro.
En este proceso mediático de híper-transmisión de datos y paradigmas, los medios de comunicación tradicionales han jugado un papel muy importante para imponer modelos y hábitos de consumo entre los diferentes públicos, donde se aprecia una homogeneización de las propuestas «artísticas» que difunden, en la mayoría de los casos, como productos mediáticos que suelen ser enajenantes y colonizadores. Podemos notar incluso, cada vez con mayor frecuencia, que algunas tradiciones culturales, son retomadas y «blanqueadas» (rebajadas) por los medios masivos para que se acepten entre públicos estandarizados entrenados para consumir irracionalmente. Al mismo tiempo, la censura directa o la carencia de exposición de otras formas culturales que no cuentan con el apoyo mediático generan propuestas que se quedan sin la posibilidad de ser reconocidas o disfrutadas como experiencias artísticas. Es importante que también como consumidores seamos capaces de reconocer no solo el origen, sino las formas y las funciones que el arte nos produce a través de las plataformas ideológicas y culturales en que se reproduce.
En el campo de la literatura juvenil, por ejemplo, es cada vez más evidente que la industria editorial global tiende a retomar propuestas literarias juveniles encaminadas a la superación personal o incluso a la docilidad de los jóvenes como modelos de conductas y valores ideales, y por ello se publican muchas historias que parten de un modelo superficial de «proceso de crecimiento» acompañado por una serie de dogmas que apuntalan algunas prácticas culturales enajenantes concebidas como deseables. Así, los diferentes proyectos de difusión cultural, a través de un proceso mediático, condicionan a los públicos para aceptar algunos productos artísticos y rechazar otros. Estas tendencias se complican cuando, además, se les vincula con la libre expresión que actualmente se promueve a través de redes sociales y la ideología que en ellas se transmite.
Por eso es fundamental que niños, jóvenes y las personas que usamos redes sociales seamos capaces de discernir y evaluar los discursos que nos presentan como valores e ideales políticos, artísticos, sociales, etcétera, y para ello es fundamental, como señala Rosenblatt, no solo leer literatura, sino aprender a leer cualquier texto de forma literaria; es decir, crítica. Así podremos reconocer las intenciones y procesos con que se reproducen, y luego también nosotros difundimos, ciertas intenciones, saberes y prácticas culturales. Y también es fundamental reconocer que todo proceso artístico es discursivo y no podemos creer ingenuamente que el arte solo es un afán estético que busca el placer, sino un entramado discursivo que transmite, promueve o frena ideologías y saberes.
Cuando dejamos de ser productivos para la sociedad, ¿qué nos queda?, quizás, resguardarnos en nuestra propia intrascendencia. Sin embargo, cuando el arte nos ha acompañado a lo largo del camino siempre significará un detonador de emociones que nos sorprenderá con mil posibilidades. He sabido, por ejemplo, de muchos adultos mayores que le temen a la jubilación porque no se ven sin algo provechoso qué hacer; le temen a una rutina vacía. Sé muy bien que si nuestras competencias incluyen la sensibilización hacia el arte, nunca nos sobrará tiempo para aburrirnos. Conozco jubilados que disfrutan plenamente de su vejez leyendo, pintando, bailando, y son la envidia de todos los tristes mortales que aspiramos a tener más tiempo libre para vivirlo en compañía del arte.
Para cerrar este texto, quiero traer las palabras del artista plástico Juan José Zamarrón quien afirma en una entrevista: «Yo creo que el arte es una ventana, un eslabón que nos regresa a lo fundamental como humanos. Somos la especie que ha colonizado al planeta porque tenemos un impulso muy fuerte de sobrevivencia, de apreciar la vida, de relacionarnos con el medio y creo que [esa] es una de las funciones principales del arte. El arte nos hermana, y cuando no lo hay, nos concentramos en nuestra individualidad, nos volvemos egoístas, y creo que el ver sólo lo personal es uno de los motivos que nos ha llevado a la situación que vivimos actualmente».
El arte nos rescata de la rutina, de lo pedestre; nos hace vibrar y emocionarnos con cada una de sus manifestaciones y la multiplicidad de formas que tenemos para asumirlas. Si no creemos en el sistema educativo tradicional, que poco a poco cercena nuestra capacidad para la expresión y la emotividad, como adultos responsables y proactivos en la edificación de una sociedad incluyente deberíamos tomar cartas en el asunto: empecemos por leer literatura por el puro placer de hacerlo.
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Referencias
«Leer autores clásicos estimula el cerebro» (2013). Portafolio. Recuperado de https://www.portafolio.co/tendencias/leer-autores-clasicos-estimula-cerebro-79512
López, Mirella (2014). «El arte es un eslabón que nos regresa a lo fundamental». Debate. Recuperado de https://www.debate.com.mx/cultura/El-arte-es-un-eslabon-que-nos-regresa-a-lo-fundamental-20140516-0025.html
AUTORA
Dalina Flores Hilerio
Escritora, promotora cultural, investigadora y catedrática de la UANL. Especializada en literatura infantil y juvenil.