«Ninguna manifestación, marcha, huelga o movimiento social se sostiene sin alimentación» me dijo en una ocasión la politóloga quiché Gladys Tzul. «Dar de comer a la banda», como me dijo un amigo, es una de las primeras acciones en las que pensar durante los momentos en los cuales nacen y se articulan los movimientos sociales. Dado que alimentar sostiene la vida misma, la cocina se convierte en un lugar estratégico. Durante los momentos más difíciles en los que mi comunidad —Ayutla Mixe, en la Sierra Norte de Oaxaca— se ha tenido que articular ya sea para protestar, defenderse de ataques o exigir justicia y derechos fundamentales, el establecimiento de una cocina comunal se asume, casi sin pensarlo, como uno de los primeros pasos.
La cocina comunitaria replica junto al fogón la estructura comunitaria. Las mujeres con mayor experiencia son las que dictan y coordinan el modo en el que se establece el flujo de la preparación de los alimentos. Tienen una autoridad basada en el amplio conocimiento que requiere calcular las porciones y las proporciones en recetas que se preparan para cientos, si no es que miles de personas. A diferencia de lo que en muchas ocasiones sucede en las cocinas familiares, donde la participación de los varones es escasa, en la cocina comunitaria la participación de los hombres se realiza bajo la autoridad de las jefas de cocina. Es posible ver a los hombres realizar el sacrificio de reses cuando es el caso, mover con grandes palos las gigantescas ollas de atole, llevar cubetas de nixtamal al molino o lavar las hojas que se usarán para envolver los tamales.
Esta participación tan indispensable para sostener las resistencias, que se manifiestan como marchas, plantones o cualquier tipo de acto colectivo de protesta, también se pone en marcha para los momentos de goce como son las fiestas, para los momentos de duelo durante los funerales o para las emergencias en medio de sismos o cualquier tipo de desastres naturales. Sin la comida necesaria que sale de las cocinas comunales la resistencia de nuestros pueblos se sabe impensable.
Tal vez para ojos externos el trabajo político de la resistencia se encuentra solo en los liderazgos visibles, en las personas encargadas de establecer la interlocución o quienes buscan los medios para entrevistar; sin embargo, los logros de una buena parte de la acción política se sustentan en las cocinas comunitarias que se levantan para alimentar los cuerpos de las personas en protesta.
El acto de alimentar ha sido históricamente ligado a las labores de cuidado que son tan despreciadas por el sistema patriarcal y tal vez por esta razón quedan lamentablemente tan invisibles como la acción política que realmente son, aunque a veces pienso que esta invisibilidad puede ser estratégica ante quienes ejercen la opresión. Por el contrario, para quienes hemos articulado las luchas de los pueblos desde lo comunal, decir que alimentar a la banda es un acto político por excelencia es casi un lugar común.
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AUTOR
Yásnaya Elena A. Gil
Lingüista, escritora, traductora de mixe, activista de derechos lingüísticos o investigadora mexicana.